Quienes peinamos canas —pocas, a ver qué va a pasar— hemos tenido la inmensa fortuna de vivir unas cuantas revoluciones tecnológicas ya. Nos creíamos ya inmunes a la sorpresa y a la maravilla, porque después de
jugar con el C64 y trabajar con el PC, de
descubrir internet o de enamorarnos de
los smartphones no parecía haber mucho más.
Y vaya si lo hay. Nos lo demostró
hace justo un año
ChatGPT, un chatbot creado con un modelo de inteligencia generativa que ha acabado conquistando el mundo entero. Es, de hecho, la plataforma software con el crecimiento
más rápido de la historia, y su aparición ha hecho que incluso quienes veían lo de la IA como un tema más propio de Hollywood empiecen a darse cuenta de que esto pinta a revolución. Pero revolución
de las gordas.
En los últimos meses hemos asistido a una vertiginosa sucesión de noticias, proyectos y debates alrededor de la IA en general y de ChatGPT en particular. Ha habido especial atención —
e incluso pánico— a los
riesgos que puede plantear la IA y su futura hermana, la inteligencia artificial general (
AGI), Con la
regulación en el aire y las quejas entorno al
copyright a flor de piel, hay quienes la critican y reducen su relevancia —se inventa cosas y
desvaría, cierto—.
Y sin embargo, su impacto es transversal y gigantesco. No sabemos
si nos quitará el trabajo —de momento no escribe esta newsletter, pero tiempo al tiempo—, pero a su alrededor han aparecido multitud de proyectos que ya empiezan a tratar de sacarle el jugo a una tecnología que se postula como la nueva
bicicleta para la mente, Jobs dixit. Una que si todo va bien (crucemos dedos) logrará que trabajemos menos pero que produzcamos más y mejor que nunca.
Qué 12 meses, señores. Y lo que nos queda.
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